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Eso que llamamos Posverdad.


Para quienes defendemos democracias intensas, la verdad como disputa no es un problema. El conflicto fortalece la democracia si logra respuestas institucionales sustentables. Es falso que una democracia fuerte esta signada por el consenso, donde toda la dirigencia se expresa de modo uniforme y monolítico.

Sin embargo, en el último tiempo escuchamos con insistencia el término posverdad, inicialmente algo europeo y lejano, pero las prácticas del poder mediático y los resortes corporativos generan que se vuelva un concepto doméstico y apelable.

No es nuevo aquello de que no hay hechos solo interpretaciones, un principio que describe básicamente la disputa entre la realidad y la verdad que se juegan en lo mediático y lo cultural en la construcción del sentido común.

La novedad para la idea de posverdad es la irrelevancia de los hechos, la prescindencia de lo factico. Ya no existe la verdad y la mentira tal como la conocíamos, porque la construcción de la posverdad no requiere de hechos contrastables sino de herramientas para instalar cualquier “acontecimiento”.

La verdad y la mentira ya no dependen de la realidad, sino de la capacidad de crearla e imponerla. Por lo tanto, la posverdad podria ser tranquilamente la posmentira.

Tampoco es nuevo imponer verdades, sin embargo, la particularidad de la posverdad es su potencia en un contexto de hiper-mediatizado donde existe acceso a medios tradicionales y alternativos para “desmentir” imposiciones. En otros tiempos, la historia oficial primaba pero en un universo informativo más pequeño y cerrado.

La lógica de la posverdad es no tener lógica, desligarse de la ética y hasta de la estética. La posverdad es una vulgar demostración de poder cotidiana, donde la versión de ayer no requiere encadenarse con la de hoy, y la de mañana puede derribar todo lo dicho. Un suicidio puede ser un crimen y un desaparecido un escapista. Los hechos no pesan.

La posverdad verifica su poder en cada nueva versión, inconexa, contradictoria, pero potente; sostenida en los medios y replicada en las redes, compitiendo con lo que conocemos como el discurso de contra-poder, que intenta hegemonizar internet.

La disputa tradicional que giraba en torno a la interpretación de los hechos fue reemplazada por la inmediatez de la verdad necesaria para el poder. Esa vorágine por imponer verdades necesarias convierte a los hechos en un bien inservible hasta para periodistas y jueces, que en otros tiempos tenían en los hechos su principal insumo.

No es una batalla perdida, pero está claro que si nos quitan los hechos nos quitan todo. No tenemos potencia mediática, ni la eficiencia en las redes. Teníamos los hechos, base para contrastar; lo que siempre denominamos como la única verdad, la realidad. Estamos en una época donde el poder no disputa interpretaciones, elige construir la realidad directamente, si los hechos no existen los crea a medida y los impone.

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